Carta a un Bar Mitzváh

CARTA A UN JOVEN CERCANO A CUMPLIR SU BAR MITZVÂH

Seguro estoy que has hecho ya contacto por medios de tus padres, con el profesor que te prepara para la ceremonia. Sabes que te espera un año de fuerte aprendizaje; la Tefilá, los Tefilín, la lectura de la Toráh y el discurso. Todo esto es emocionante, pero más allá de todo esto seguro, que como adolescente, tienes muchos interrogantes que te confunden. Entre ellos buscas seguramente respuestas a la pregunta ¿Quién soy?, claro que es una pregunta muy general, porque se refiere a todos los componentes de tu personalidad tal como, los factores genéticos, los rasgos de carácter, etc. Pero seguramente en tu interior tienes curiosidad de saber más sobre ti. Eres hijo de tus padres, conoces a tus abuelos; puede que tuviste suerte y has sabido de tus bisabuelos, pero ahí no terminan tus raíces, seguro que te preguntas, ¿Qué es lo que me une a todos ellos, aparte de los lazos sanguíneos? Seguro que hay una idea, un pensamiento, una historia, en fin, una identidad compuesta por tradiciones, costumbres y un modo de vida. Estas por cumplir tus trece años, mayoría de edad, no te has preguntado si ¿te identificas con tu pasado, y lo que te involucra con él? Te invito a comenzar la travesía en busca de nuestra identidad para que puedas captarla mejor, he aquí la historia de un niño. 

 

¿COMO TE LLAMAS?

Siendo todavía pequeño me perdí en una tienda mientras mi madre compraba regalos de Janucá. Lo recuerdo bien; me aparte de mi madre y fui a la puerta de entrada; contemplé las gotas de lluvia que se deslizaban por los vidrios y cuando me di vuelta mi madre se había ido y me sentí perdido. Mucha gente se reunió alrededor mío, pero yo no conocía a nadie, eran personas grandes y yo era muy pequeño, estaba asustado y me eché a llorar. Luego el gerente me tomó de la mano y me preguntó:

-¿Cómo te llamas?

- Dan Segal, -conteste-.

Y cuando dije mi nombre sucedió algo maravilloso: dejé de llorar, me sentía extraordinariamente bien porque sabía mi nombre y podía decirlo; entonces me sería fácil encontrarme con mi madre. Todo estaba en orden...

Yo era alguien porque conocía.

Eso fue lo que sentí aquella tarde en que me perdí en la tienda.

El otro día le sucedió algo semejante a un compañero de clase. El sabía cómo se llamaba, Jimmy Samuels. Hasta sabía perfectamente donde vivía; pero se había perdido, como les contaré. La clase trataba sobre América y cada alumno debía decir algo sobre los países de sus respectivos padres o abuelos, y sobre lo que ellos habían hecho por su patria.  Mi compañero de adelante dijo algunas cosas interesantes sobre Holanda; otro hablo de España, y así sucesivamente. Era realmente hermoso. Por lo menos así me pareció hasta que la maestra llamó a Jimmy Samuels que, ante la sorpresa de todos no se levantó. La maestra dijo:

-Bueno Jimmy, no nos digas que no tienes nada interesante que contarnos. ¿Eres judío, no?

Me di cuenta que se sentía igual a como me había sentido yo aquel día que me perdí. En su cara se notaba, había enrojecido y sus ojos estaban húmedos. Pero me costaba comprender a mi compañero. En verdad no tuve mucho tiempo para pensarlo, ya que la maestra me llamó a mí. Me levante, pues, y les dije algunas cosas. Empecé explicando que la palabra judío provenía de Judá, que fue uno de los hijos de Ya'aqov, hablé también de como el pueblo judío se había liberado de los ídolos, del pueblo egipcio, de los griegos, alemanes, etc...; y comenté acerca de cómo los judíos conservaban las festividades sagradas y los diez mandamientos.

Probablemente había hablado mucho, pero mucho era lo que había aprendido en la sinagoga y en mi casa. Cuando me senté tuve una sensación extraña, parecida a la que tuve cuando me recordé mi nombre en aquella tienda y lo dije en voz alta y clara. Era una mezcla de confianza y un sentimiento profundo. Ahora me pregunto si una persona puede perderse sabiendo su nombre y su dirección perfectamente bien. Me pregunto si una persona tiene, para identificarse, algo más que su nombre. Me pregunto si hay alguna clase, un nombre interior que surge de saber algo sobre nosotros y el pueblo al que pertenecemos, de saber quiénes somos y de dónde venimos.

Mi nombre interior es judío y creo que soy afortunado de serlo y de saberlo. Esa es la clase de nombre que Jimmy Samuels no sabe, porque no va a la sinagoga, no participa de la vida activa en la comunidad y porque en su casa no se preocupan de enseñárselo. Valdría más que se dieran cuenta de lo bien que uno se siente cuando uno sabe cómo se llama y lo puede decir con orgullo; porque cuando uno sabe su nombre interior, uno es alguien.

 

UNOS PEQUEÑOS OJOS GRISES

- Maxi, estuvimos pensando con tu padre y decidimos que tu ceremonia la hagas en el último templo que averiguamos, todos los chicos del country lo hicieron ahí ¿no?

- Sí -contesté, aunque en realidad casi sin darle importancia. Estaba muy entusiasmando con el nuevo disquete de juegos especiales.

- Maxi -dijo mamá- no te olvides que el jueves tienes hora con el sastre. Acuérdate también que hay que ir pensando cómo van a ser las tarjetas y los souvenir.

-Sí, má, -volví a mascullar, ya un poco más fastidiado.

-No sé qué pasa con este chico, Jaquee, no se interesa por nada, ni siquiera por la fiesta.

-Bueno, Marta,-contestó papá- clámate. Piensa que tiene sólo 13 años.

Esa noche dormí tranquilo; al día siguiente empezaba el curso de TALMUD TORA y tenía miedo de pasar vergüenza porque no sabía hablar ni leer en hebreo. Pero el esfuerzo de aprender todo junto en unos meses tendría como recompensa la fiesta y los regalos. Imaginaba y disfrutaba el tío Daniel, de la tía Perla, de los abuelos de parte de mamá... ¿Y el abuelo Jaime? Bueno, a él lo veía poco. Mamá no se cansaba de decir que era muy poco sociable y que sólo por eso no lo invitaban nunca, pero yo sabía que en el fondo les daba vergüenza su acento extraño y su vieja boina gris; además les molestaba que siempre contara de la vida de los judíos en Rusia y del campo de Rivera. Y agregando, cada dos palabras, una en yidish. Pero a mí me gustaba escucharlo.
Cada viernes por la tarde, antes de salir para el country, papá iba a visitarlo y yo lo acompañaba. El siempre guardaba para mí un pedazo de una rica torta de chocolate y miel y alguna anécdota de su infancia o de su juventud.

La tarde que empecé el curso mamá me vino a buscar media hora antes, ya que tenía que ir con ella a elegir la mantelería y los cubiertos de la fiesta. Los otros chicos se peleaban por leer o cantar, lo que a mí me fastidiaba bastante. Por eso solicité leer sólo en castellano y cantar lo que fuera estrictamente necesario. Papá y mamá entendían mi comportamiento y pedían que el profesor también tomara en cuenta mi cansancio. "Maxi está sobre exigido: el colegio inglés mañana y tarde; computación lunes y miércoles; francés, martes y jueves, y en su día libre, ahora tiene que ir al curso.". En esas horas de estudio hablábamos de cosas medias extrañas para mí: sionismo, identidad judía o fiestas de las que sólo había oído nombrar por algún comentario de mi abuelo Jaime. Sin embargo, los preparativos de la fiesta me entusiasmaban cada vez más: acompañar a mamá a elegir el menú, el disk-jockey, las recepcionistas, etc. Las invitaciones ya estaban listas y yo no veía el momento de repartirlas. Eran las más grandes y originales: un estadio de fútbol, yo sentado sobre una pelota con la camiseta de Boca que, al igual que las letras de la tarjeta era azul y amarilla. Así los invitaba a compartir conmigo la ceremonia de Bar Mitzváh.

Esa tarde, papá y mamá tuvieron una fuerte discusión: 

-Para qué lo vamos a invitar, si igual no va a venir comenzó a rezongar mamá.

-No prejuzgues, Marta, vos sabes que Maxi es su único nieto y lo adora-replicó papá.

-Bueno -contestó mamá- pero acordare que vamos a tirar 110 dólares del cubierto.

-¡Basta, Marta! En cuanto pueda voy a ir con Maxi a llevarle la invitación. Sólo tuvo tiempo de acompañarme a lo de mi abuelo dos semanas antes de la fiesta. Ese día, el viaje resultó más largo que de costumbre. No sabía muy bien por qué, pero intuía que mi abuelo se iba a alegrar mucho con la noticia.

Nos recibió con un enorme vaso de café con leche y su deliciosa torta. Cuando papá nos dejó solos, con la excusa de ir a comprar cigarrillos, le entregué la invitación. El la leyó con atención, y aunque de entrada pareció no gustarle demasiado, pronto me abrazó emocionado. Era la primera vez que lo veía tan feliz. Antes de pedirme que le que le cantara algo de la ceremonia colocó la tarjeta en la repisa del comedor. Cantamos el Lejá Dodi del Kabalat Shabat (que era, de todas, la que mejor me salía). Casi cuando terminamos de cantar regresó papá y mi abuelo lo abrazó como nunca lo había hecho. Yo, quizás un poco celoso me acoplé, y así nos quedamos un largo rato los tres juntos. La semana anterior al Bar Mitzváh hubo una reunión de padres. Cuando le avisé a mi papá, me dijo que justo tenía una reunión de la comisión del country y que le entregara la notita a mamá. Mamá me contestó que a esa hora tenía que ir a buscar la nave espacial con la que yo entraría al salón, pero que ya pasaría por el después por el templo a averiguar de qué se trataba. 

Por fin llegó el día de mi Bar Mitzváh. Los nervios me invadían. Mamá era la más linda de todas las mujeres del templo, y papá, el más elegante de los hombres. El templo estaba repleto. En el fondo estaba sentado mi abuelo Jaime, con una hermosa kipá dorada. Estaba realmente emocionado. Asentía con la cabeza cada párrafo de la lectura y cantaba todas las canciones de memoria. No sé porque yo lo miraba todo el tiempo. Me tranquilizaba saber que él seguía toda mi ceremonia al pie de la letra. Realmente, todo resultó estupendo, hasta las canciones habían sonado dulces y afinadas. Al concluir la lectura de la Toráh vendría el rabino. Para mi sorpresa y la de mis padres, el rabino solicitó que cada pareja de papás subieran a la bimá para bendecir a sus hijos y darles el regalo que con tanto amor habían preparado. Tengo que aceptar que aunque papá y mamá trataron de disimular, no se borraba de sus rostros una mueca de nervios y asombro. Más aún cuando el resto de los papás comenzó a cantar; en ese momento creí que mamá nunca dejaría de pisar a papá, que ni siquiera se esforzaba por mover los labios y disimular.

Debo decir que yo también me sentía muy incómodo. Aquella canción resultó interminable, pero la situación apenas había comenzado... El rabino solicitó a los padres que cubrieran a sus hijos para bendecirlos, como era costumbre en el templo. Los otros dos chicos enseguida fueron abrazados y cubiertos por los talitim de sus papás. Emocionados, ellos esperaban expectantes para comenzar con la brajá. Mi papá no usaba talit y, ante la desesperación de mi mamá, yo esperaba impotente... Les puedo jurar que me encontraba hundido entre la vergüenza y la tristeza, sin definirme por gritar o ponerme a llorar. ¿Cuánto tiempo más iba a transcurrir hasta que nadie hiciera absolutamente nada? ¿Por qué mis padres no sabían nada de mi ceremonia y las costumbres de ese templo que era el que "cuidadosamente habían elegido para mí? El tiempo seguía corriendo interminablemente y en mi desesperación unos pequeños ojos grises iluminaron mi cara. Era mi abuelo Jaime. Lentamente se acercaba a la bimá con una sonrisa tranquilizadora. Entre tantos nervios no lo vi levantarse. Por algún motivo me alegró y me calmó que estuviera tan cerca de mí. Para sorpresa de todos sacó de su bolsillo del traje una especie de sobre de terciopelo verde un poco raído por el tiempo. Abrió el cierre y cuidadosamente extrajo un talit de color azul tan intenso como el cielo y un blanco puro parecido a las nubes y a su barba de algodón. Se lo tendió a mi papá diciendo: 

-Te lo olvidaste en casa.... hace algunos años... Papá lo recibió con los ojos llenos de lágrimas, sin poder pronunciar palabra. Sólo atinó a besarle las manos y abrazarlo muy fuerte. Mi abuelo se acercó a mi mamá y a mí con increíble ternura y nos hundió en el calor de su abrazo. Después recitó con los ojos cerrados y una dulzura indescriptible: "Shejeianu ve kimanu ve iguianu la zman a ze". Creo que le dijo en voz baja, pero como el silencio más absoluto reinaba en el templo, sonó más fuerte de lo que parecía y toda la gente repitió a coro; Amén. Luego volvió lentamente a sentarse en su lugar. El sobre de terciopelo verde tenía bordado un Maguen David dorado y 4 nombres. Mi papá me dijo al oído, con una voz conmovida y temblorosa, que nunca antes le había escuchado: -Este sobre perteneció a tu tátara abuelo León, a tu bisabuelo Micha, a tu abuelo Jaime y a mí. Hoy vos el que lo recibís. Ahora sólo nos falta grabar tu nombre, Maxi. El talit debe acompañar al judío durante toda su vida y después de ella. En cambio, este sobre, para guardarlo, pasa de generación en generación y es el símbolo de la tradición en nuestra familia.

En ése momento empecé a entender qué es el Bar Mitzvah, el significado de la palabra continuidad.... A medida que papá, cada vez más seguro, como si poco a poco se acordara de un idioma que alguna vez había conocido y comprendido, me cubría con el talit y me bendecía, por mi cabeza pasaban en imágenes las clases de preparación en las que nos contaba acerca de la alegría del Bar Mitzva en cada generación; la posibilidad de convertirnos en un eslabón del pueblo; la de ser protagonistas de nuestra propia historia; la de poder recrear, innovar, cambiar, mantener cada parte de nuestro ser y de nuestro judaísmo. Aún con más intensidad escuchaba la voz de mi abuelo Jaime que me contaba como festejaban Pesaj en su casa de Rusia y finalmente... de todas las puertas que se abren cuando uno descubre quién es realmente y porqué.

Todo el mundo recalcó que realmente ese no había sido un "Bar" sino una verdadera muestra de MITZVA.

Julieta Cecilia Rozenhaus

 

LA COPA DE KIDUSH

Había una vez una familia judía que vivía en un pequeño pueblito en Polonia. Al llegar a la edad de Bar Mitzvá de su hijo primogénito, decidieron hacer un "Kidush" en su honor. Cuando llegó el momento en que todos levantasen las copas para hacer el tradicional "Lejaim", el padre del niño trajó una copa finamente ornamentada con piedras preciosas, para que el niño dijese la bendición del vino sobre aquella copa. Al terminar la fiesta, cuando todos los invitados se retiraron, se dieron cuenta que la fina copa de "kidush" había desaparecido. Comenzaron a investigar y unir cabos, llegando a la terrible conclusión que había sido el rabino de la ciudad quien la había tomado. Como hubiera sido una afrenta hablar con el rabino acerca de esto o acusarlo, sencillamente nadie le dijo nada.

 Cuando aquel niño creció llegando el momento de casarse, la familia fue a buscar a un rabino de otro pueblo para llevar a cabo la ceremonia de la "jupá". Al enterarse el rabino de aquel pueblo que buscaron a un rabino de otro pueblo para llevar a cabo la ceremonia, decidió ir a visitar a la familia para que le explicasen el motivo de aquella elección (pues lo más común era que el rabino del pueblo llevase a cabo todas las ceremonias en dicho pueblo). La familia trato de evadir la respuesta diciendo que tenían cierta relación personal con el otro rabino, mas ante el no convencimiento de éste rabino y su insistencia por conocer el motivo verdadero, el jefe de familia le contó que en la Bar Mitzvá de su hijo había desaparecido la fina copa de "kidush", y que la conclusión a la que habían arrivado fue que él la había tomado.

Entonces el rabino les dijo: ¡ah, la copa de kidush! Como ví que era algo tan preciado, decidí guardarla en la bolsita de los "tefilin" para que no le pase nada. ¿Cómo? ¿El niño no se puso los tefilin desde su Bar Mitzvá hasta ahora ...? Queridos chicos:  nuestro judaísmo es algo demasiado importante como para tenerlo guardado "en la cajita". La Toráh es para vivirla y disfrutarla, llenando de sentido y trascendencia cada aspecto de nuestra preciada vida.

¡Vale la pena brindarnos esta oportunidad ... ! 

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"Moshé recibió la Torá en Sinái. Y la transmitió a Iehoshúa, y Iehoshúa a los Zeqením, y los Zeqením a los Neviím, y los Neveiím la entregaron a los hombres de la Gran Asamblea" (Tratado Avot).