FALSOS JUDIOS, FALSO MESÍAS

APUNTES BÁSICOS PARA ENTENDER LA HISTORIA DEL CRISTIANISMO
(extractado del proyecto Falsos Judíos – Falso Mesías)


  1. Panorama general de los prosélitos del Judaísmo en el siglo I EC
Desde el siglo I AEC, el éxito de la política de los reyes Hasmoneos hizo que el prestigio del Judaísmo se incrementara en las zonas de hegemonía romana. Eran las épocas de mejores vínculos entre Jerusalén y Roma, y está bien documentado que cada vez más gente se interesó en la religión judía, por lo que las comunidades judías de la diáspora pronto tuvieron varios prosélitos en busca de la conversión.
En el lenguaje de la época, hubo dos tipos de conversos o gerim: los Gerei Tzedek, o “conversos justos” (aquellos que ya habían completado su conversión y eran parte del Judaísmo) y los Gerei Toshav, o “conversos de la puerta” (que estaban todavía en el proceso, y por ello no podían ingresar a los recintos exclusivos para judíos).
Pero esta es sólo la clasficación en función del punto en el que se encontraba el prosélito. Debemos considerar otras variantes, porque no era lo mismo ser prosélito de una comunidad tradicionalista en cualquier lugar de la cuenca del Mediterráneo, que en las comunidades judeo-helenísticas de Roma, Alejandría o Siria. Y aún en estos últimos casos, resulta obvio que el nivel cultural de las comunidades judeo-helenísticas en Siria, o la vecina Galilea, no podía compararse con el de las de Egipto, especialmente en Alejandría.
En el siglo I EC, el panorama empezó a cambiar sensiblemente. A partir del censo ordenado por Quirino en el año 6 EC, y la consecuente rebelión armada dirigida por Yehudá el Galileo y un personaje sacerdotal llamado Tzadok, las posturas se empezaron a radicalizar dentro del Judaísmo. En el año 36 hubo una nueva rebelión en Samaria, que se saldó con miles de muertos (y que incluso le costó el puesto a Poncio Pilato), en el año 55 un ataque de sicarios dirigidos por un “egipcio”, y en el año 66 estalló la guerra abierta contra Roma.
Esto generó una situación compleja para los prosélitos que todavía no habían concluido su proceso de conversión (los Gerei Toshav), debido a que la duda más natural en ese momento fue si la conversión al Judaísmo implicaba adherirse al movimiento nacionalista.
Evidentemente, cada tendencia del Judaísmo ofreció su propia respuesta: los fariseos, un Judaísmo popular y de fuerte inclinación nacionalista, debieron responder que sí; los helenistas, abiertos defensores del status romano, debieron responder que no. De cualquier modo, la conversión al Judaísmo vino a transformarse en un riesgo, especialmente en las comunidades lejanas a Judea, donde se tenía que mantener la mayor diplomacia posible.
  1. El apóstol Pablo
Entender este panorama nos permite entender mejor el perfil histórico del apóstol Pablo.
Por ejemplo, un punto que parece incoherente en las epístolas de Pablo es cuando dice a sus seguidores gentiles que ya están libres del “yugo de la Torá” (véase Gálatas 3). Esto no tiene lógica dentro del Judaísmo, porque los gentiles no están obligados a la obediencia a la Torá. Pareciera un terrible dislate por parte de Pablo.
Sin embargo, el panorama cambia si asumimos que Pablo está escribiendo a prosélitos que no han completado su conversión al Judaísmo. Eso nos permite tener una visión más clara del tipo de trabajo que realizaba Pablo: no se dirigía en general a todos los gentiles (aunque tampoco los rechazaba), sino a los que ya se habían intentado vincular al Judaísmo.
Las epístolas de Pablo casi no reflejan el conflicto político y militar inminente (se supone que Pablo murió hacia el año 62, y la guerra estalló en el año 66), y eso es una prueba inequívoca de que las versiones que conocemos no son las originales de Pablo, sino versiones editadas y adecuadas a la realidad y necesidades del Cristianismo del siglo II. Sin embargo, queda el eco de una postura claramente pro-romana (Romanos 13:1-5), lo que nos sugiere que Pablo fue un activo predicador antagonista de las pretensiones nacionalistas judías.
¿Cuáles eran sus objetivos? Lo más lógico es deducir que quería ofrecer a estos prosélitos una alternativa al Judaísmo, cada vez más riesgoso como identidad religiosa por la inminente guerra contra Roma. Dicha alternativa incorporaba ciertos elementos propios del Judaísmo, pero rechazaba los más característicos.
Por ejemplo, resulta lógico suponer que Pablo no predicaba la fe en el “mesías”, porque esta palabra tenía una fortísima conotación nacionalista, toda vez que estaba relacionada con la restauración del Linaje de David en el Trono de Jerusalén y, por lo tanto, era abiertamente anti-romana. Por ello, Pablo debió preferir su traducción al griego (Krystos), pero llevando el concepto por un derrotero totalmente ajeno a las ideas judías.
Para Pablo, el Krystos es aquel que reconcilia al ser humano con D-os (oficio que, en los términos manejados por Pablo, el Judaísmo jamás atribuye al Mesías), un papel más parecido al que los judíos Alejandrinos (especialmente Filón) le dieron al “logos”. Esta paradoja (el mismo concepto, pero expresado con palabras griegas distintas) sería un excelente reflejo de las diferencias ideológicas que hubo en el seno del Judaísmo Helenista.
Afortunadamente, tenemos un libro completo del Nuevo Testamento dedicado al “logos”, y es el evangelio de Juan. Este texto debió originarse entre prosélitos educados por el Judaísmo Alejandrino, y si comparamos ciertos conceptos entre Juan y las epístolas paulinas, podemos reconstruir un poco los antagonismos ideológicos entre las diferentes vertientes de los prosélitos del Judaísmo Helenista (más adelante regresaremos a este punto).
¿Conoció Pablo a Jesús de Nazaret? Dudosamente. En sus epístolas no hay ningún interés por su biografía, y los pocos datos que se llegan a mencionar sólo tienen que ver con su muerte y resurrección (más una creencia de tipo religiosa que un dato de tipo biográfico). Además, son contradictorios: si en general Pablo habla de un Jesús crucificado, en Gálatas 3:13 da por sentado que fue ahorcado conforme lo establecido en Deuteronomio 21:22-23.
En contraparte, si tomamos los grandes discursos cristológicos de Pablo (como los de Romanos o Colosenses) y quitamos la mínimas referencias al personaje Jesús, dejándolos sólo como disertaciones sobre el Cristo o Logos, los discursos no se ven afectados en ninguna medida, lo que permite asumir que las referencias al personaje Jesús bien pueden ser añadidos posteriores.
Esto nos obliga a suponer que la edición de las epístolas de Pablo en el siglo II (acaso desde finales del siglo I) no sólo fueron para adecuar su contenido a la realidad de las comunidades cristianas de ese momento, sino también para incorporarles el relato anecdótico sobre Jesús de Nazaret.
¿Por qué se hizo esto? Es una pregunta que responderemos más adelante. Por el momento, baste con señalar que hay evidencia documental que le dan verosimilitud a esta suposición: a partir del año 140, Marción de Sínope empezó a propagar un tipo de Cristianismo “herético”, y usaba como base una “escritura sagrada cristiana” integrada por una sección identificada como “apostólica” y otra como “evangélica”. Con ello, fue el primero en usar lo que luego vino a ser el Nuevo Testamento. Su Apostolikon estaba integrado por diez epístolas de Pablo, y los autores cristianos posteriores señalaron que habían sido “mutiladas” por Marción para poder ajustar su contenido con las creencias gnósticas.
Esa es la idea tradicional sobre Marción, pero la realidad es que no tenemos ninguna evidencia documental que lo demuestre. De hecho, el primero en usar epístolas de Pablo como “escritura sagrada” integrada en un solo volumen fue Marción. En consecuencia, es perfectamente legítimo asumir que el caso histórico real fuera el contrario: Marción tenía las versiones originales de Pablo, y el Cristianismo anti-Marcionita las amplió para refutar a Marción. O esta otra posibilidad: en la época de Marción ya existían versiones ampliadas y corregidas de las cartas de Pablo, pero todavía se conservaban copias de los originales más rudimentarios. Marción pudo hacer uso de esos originales, y sus detractores posteriores votaron por darle el rango de “versión original” a las otras, dejando a Marción como un mutilador.
¿Qué tenían de especial las versiones de Marción? Que demostraban que las “verdaderas” enseñanzas de Pablo no estaban en contra del gnosticismo, una doctrina que enseña que Jesús de Nazaret no fue un personaje de carne y hueso real, sino sólo una encarnación “aparente”. Semejante idea sólo tendría lógica en un panorama posible: las epístolas de Pablo no mencionaban a Jesús. Hablaban del Cristo, algo muy por encima de cualquier ser humano, pero no de una persona concreta de carne y hueso.
  1. El Judaísmo apocalíptico
Es momento de revisar qué estaba sucediendo en el otro extremo ideológico del Judaísmo, abiertamente enemistado con el helenista.
Después del exilio en Babilonia (587-539 AEC), el pueblo judío pudo reconstruir su nación gracias a las políticas persas, y durante los siguientes 350 años gozó de la etapa más estable de su historia antigua. Durante todo este lapso, los judíos tuvieron la libertad plena para practicar su religión, aunque políticamente vivieron sujetos a los persas, medos, macedónicos, egipcios y sirios, sucesivamente.
Esto generó que se desarrollaran dos perspectivas distintas: una, fomentada por la casta sacerdotal, vio con buenos ojos esta condición estable, y se dedicó a fortalecer los aspectos institucionales del Judaísmo; la otra, de perfil netamente disidente, vio la situación como algo deplorable debido a la falta de independencia política, y fue la que empezó a consolidar las ideas extremistas según las cuales tenía que restaurarse el Linaje de David en el trono, liberando así a Judea del yugo extranjero, aunque esto sólo pudiera llegar después de un enfrentamiento directo contra los poderes imperiales dominantes.
A nivel teológico, cada grupo generó dos perspectivas sobre el antiguo profetismo judío: la postura moderada asumió que la era de las revelaciones proféticas habían terminado con Malaquías (hacia el siglo V o IV AEC), y lo que quedaba en lo sucesivo era el estudio; esta postura fue preservada, posteriormente, por los Judaísmos Fariseo y Saduceo, aunque cada uno con una interpretación muy diferente a la del otro. La postura radical antagónica asumió que la revelación aún no estaba concluida, sino que continuaba por medio de visiones traídas a la tierra por medio de seres sobrenaturales, generalmente ángeles, o incluso grandes personajes del pasado transformados en ángeles. Estas visiones permitían desentrañar los secretos más profundos de la Escritura, y ofrecían un mapa “profético” de cómo habría de ser redimido Israel.
La evidencia documental nos sugiere poderosamente que estos visionarios re-escribieron continuamente sus mejores libros, hasta consolidar complejas tradiciones alrededor de personajes célebres, siempre exagerados en el marco de estas visiones. De ese modo, hacia el siglo III fue que debió completarse todo el ciclo relacionado con el Patriarca Enok, y seguramente quedaron fijas las bases del ciclo del profeta Daniel. Por esas fechas también se elaboraron otros libros clásicos de esta tendencia, tales como El Libro de los Jubileos.
A esta tendencia le llamamos “apocalíptica”, término que se deriva del griego Apokalipsis, que significa literalmente “revelación”. Con esta palabra nos referimos a la idea de que un ángel o ser especial “revela” a un visionario la interpretación correcta de determinado pasaje de la Biblia, y lo hace en un lenguaje muy especial, cargado de símbolos abigarrados y estrambóticos, y generalmente relacionando cada tema con el Fin de los Tiempos.
El momento crítico para la apocalíptica vino a partir del año 171 AEC, cuando el emperador seléucida Antíoco IV Epífanes se propuso helenizar completamente a Judea, y comenzó por deponer al Sumo Sacerdote Onías III y saquear Jerusalén. A partir de ese punto, la situación se fue tensando hasta que Antíoco prohibió la práctica del Judaísmo bajo pena de muerte.
Fue la primera vez en la historia que los judíos enfrentaban este nivel de crisis: renegar de su identidad y fe o morir. Apoyado por los sectores helenistas de la aristocracia judía, Antíoco invadió Jerusalén y profanó el Templo consagrándolo al culto a Zeús.
Esto provocó el estallido de la rebelión en el año 167 AEC, bajo el liderazgo de un sacerdote rural llamado Matatiahu Jashmonai (Hasmoneo). A su muerte, su hijo Yehudá Hamakabi (Judas Macabeo) se puso al frente de la guerrilla judía, y empezó a propinar dolorosas derrotas a los ejércitos sirios. Su éxito definitivo llegó de modo casi providencial, toda vez que la caótica política exterior de Antíoco IV Epífanes le había producido problemas en todos los frentes. Derrotado en el oriente en su intento por reconquistar Babilonia, Antíoco se propuso regresar a Jerusalén para saquearla otra vez y obtener fondos para refinanciar su ejército. Sin embargo, repentinamente murió (año 164 AEC). Los ejércitos sirios que combatían a los rebeldes judíos quedaron en el total desorden, y Yehuda Hamakabi empezó el camino hacia la liberación de Jerusalén.
Los partidarios de la apocalíptica creyeron que este punto del proceso era el preludio para la llegada esperada del Reino Mesiánico. Convencidos de que la liberación de Jerusalén significaría la independencia completa y el restablecimiento del linaje de David en el Trono, elaboraron uno de sus libros más formidables, actualizando así su perspectiva sobre las “profecías”. Fue entonces cuando se escribió la versión casi definitiva del libro de Daniel (si bien sabemos que había, por lo menos, otros tres libros relacionados con este personaje).
La decepción no tardó en llegar: Jerusalén fue liberada, pero no del todo. Una guarnición siria sobrevivió en la ciudadela principal, donde se refugiaron también los adherentes al Judaísmo Helenista. De cualquier modo, el Templo fue purificado y devuelto al culto del D-os de Israel, y durante dos años la situación se mantuvo en relativa calma, aunque sin visos de que el linaje de David pudiera recuperar el poder.
Las hostilidades reiniciaron en 162 AEC, y dos años después Yehudá Hamakabi murió en batalla. Su hermano Jonatán se hizo cargo de la conducción de los rebeldes, y después de asestar dos serias derrotas a las tropas sirias, él y el general Baquides firmaron un ventajoso armisticio en el año 158 AEC. Para entonces, Antíoco IV tenía seis años muerto, y el gobierno sirio no estaba interesado en helenizar a los judíos. Por su parte, estos no estaban interesados en independizarse, sino sólo en garantizar la libre práctica de su religión. Hecho el arreglo, la guerra terminó.
Aunque fue un panorama favorable para la mayoría de la población, fue una tragedia para los apocalípticos. Jonatan Jashmonai quedó como la única autoridad política y religiosa, y fue nombrado Sumo Sacerdote; en la práctica, se convirtió también en el rey de los judíos. Esto iba en contra de la perspectiva tradicional -mantenida por los apocalípticos- según la cual el sumo sacerdocio tenía que regresar a los descendientes directos de Onías III, y el poder político al linaje de David. Y Jonatán Jashmonai no pertenecía a ninguno ni a otro.
Los apocalípticos se redujeron en número debido al gran fiasco que protagonizaron: todos sus anuncios de una victoria milagrosa se habían cumplido, pero no los de independencia ni de restauración del Linaje de David.
El último defensor de la apocalíptica radical surgió en el medio Esenio, una tendencia del Judaísmo antiguo que más que secta religiosa parece haber funcionado como una especia de logia. Este personaje, al que sólo conocemos como “el Maestro de Justicia” propuso una re-interpretación radical de las Escrituras Sagradas.
Era un momento crítico, hacia mediados del siglo II AEC. Los intentos de Antíoco IV por exterminar al Judaísmo habían provocado la destrucción de la mayoría de los textos sagrados. Los tradicionalistas moderados -representados por la Casta Sacerdotal y los fariseos- pudieron recuperar todo este patrimonio gracias a la comunidad judía de Babilonia, próspera, culta y que no se había visto afectada directamente por la guerra.
Pero el Maestro de Justicia propuso otra solución, netamente apocalíptica: había recibido una revelación que le permitía reconstruir no sólo el contenido de la Escritura, sino también su interpretación.
La poca información que tenemos sobre el Maestro de Justicia -contenida en los Rollos del Mar Muerto- sugiere que su propio grupo -los Esenios- lo rechazaron, sobre todo a causa de la intervención de otro personaje conocido como “el Hombre de Mentira”. Perseguido, además, por el “Sacerdote Impío”, el Maestro de Justicia tomó a sus pocos seguidores y los llevó al desierto con el objetivo de refundar al “verdadero Israel”. De ese modo, se establecieron en lo que hoy, en árabe, se conoce como Khyrbet Qumrán. De allí que a esta secta radical del movimiento Esenio se le conozca como qumranitas.
Hasta donde la evidencia documental nos muestra, durante los dos siguientes siglos los qumranitas fueron los únicos judíos que siguieron cultivando la apocalíptica. Para preservar sus creencias sobre el Fin de los Tiempos, se dedicaron a reelaborar sus propias “profecías” mediante el establecimiento de ciertos paradigmas. Por ejemplo, asumieron que se habían equivocado al considerar que la guerra contra Siria era la “guerra del Fin de los Tiempos”, pero calcularon que algún día se daría una guerra muy similar, aunque de proporciones infinitamente más terribles. Del mismo modo, asumieron que se habían equivocado al considerar a Antíoco IV Epífanes como “la bestia”, pero siguieron esperando el momento en que se revelara la “verdadera Bestia”, de la cual Antíoco apenas habría sido una pálida sombra.
Judea recuperó su independencia plena poco después del trato entre Jonatán Jashmonai y Baquides, y los siguientes reyes Hasmoneos (Jashmonaim) fueron incrementando su poder, llegando a su esplendor con Yojanan Hirkanus y Alexandro Janeo. Ya en el siglo I AEC, empezó el declive del poder Hasmoneo. Incapaces de controlar las crisis internas, Roma vio el momento perfecto para intervenir, y en el año 63 AEC Judea perdió nuevamente su independencia y vino a ser una provincia “imperial” romana (Roma todavía no entraba de lleno en su fase imperial, pero este término significaba que la provincia estaba bajo la autoridad de Augusto César).
A partir de este momento, los apocalípticos empezaron a perfilar que el gran enemigo de Judea sería Roma, y que sería uno de sus césares la verdadera bestia. Conforme se fueron tensando las relaciones entre Judea y Roma durante todo el siglo I, esta perspectiva se consolidó como absoluta y verdadera entre los qumranitas.
Los apocalípticos tuvieron dos enemigos naturales dentro del propio Judaísmo: los fariseos y los helenistas. Los fariseos, porque rechazaban las extremas posturas sobre limpieza ritual que se practicaban en Qumrán, además de las ideas apocalípticas tradicionales; los helenistas, por su parte, por ser abiertos defensores del status de Judea como parte del Imperio Romano.
Cuando la guerra estalló en el año 66 EC, los qumranitas debieron estar involucrados hasta el máximo, ya que el monasterio de Qumrán fue destruido por las tropas romanas en el año 68. Los últimos sobrevivientes se mantuvieron en la resistencia hasta el año 73, cuando cayó el último reducto: Masada. Después de eso, los qumranitas desaparecieron de la historia, y el Judaísmo se reorganizó excluyendo por completo la perspectiva apocalíptica.
Antes de desaparecer, los qumranitas lograron esconder la mayor parte de su inmensa biblioteca en las cuevas aledañas al monasterio, seguramente con el objetivo de recuperarla cuando la guerra hubiera terminado y el Reino Mesiánico hubiera comenzado. Sin embargo, la victoria no llegó, y esos libros permanecieron allí hasta que empezaron a ser desenterrados en 1947, después de haber sido descubiertos accidentalmente. Son los famosos Rollos del Mar Muerto.
  1. Yehoshúa de Qumrán
El análisis de los fragmentos más arcaicos de los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas nos permiten recunstruir un texto de evidente perfil qumranita, ya que se aprecia el eco del lenguaje y temática característica de la literatura de esta singular secta.
Resulta imposible reconstruir todos los detalles del relato, pero hay suficientes elementos para inferir que narra la historia de un líder qumranita, miembro del linaje del rey David, que tuvo el objetivo de organizar una rebelión anti-romana. Parece que en un momento llegó a contar con el apoyo de sectores poderosos de los sacerdotes afines a Qumrán, y de guerrillas populares organizadas en Galilea (lo cual habría sido sorprendente, porque los qumranitas sentían también un profundo desprecio por los galileos, considerados vulgares, iletrados e inmundos en su modo de vivir).
Sin embargo, la unificación del movimiento no duró demasiado. Los indicios sugieren que este joven -Yehoshúa- entró en abierto conflicto con la casta sacerdotal de Qumrán, y su plan de levantamiento fue desmantelado por sus propios cómplices. Traicionado y sentenciado a retirarse de la vida pública, es factible que haya escapado hacia Galilea para reorganizar a sus seguidores.
Todo lo anterior debió suceder en un lapso menor a un año, entre los años 27 y 30 EC. Después de eso, no se tiene más información sobre ese tal Yehoshúa. El hecho de que la narración concluya allí implicaría que ese fue el momento en que se escribió este libro. Al igual que los otros libros qumranitas, se mantuvo fuera del conocimiento de las otras tendencias del Judaísmo.
Es un hecho que después del año 68, tras la debacle de Qumrán, o más seguramente después del año 73, tras la caída del último reducto de resistencia, muchos documentos qumranitas llegaron a manos “cristianas” (o más exactamente, proto-cristianas). Lo sabemos porque la literatura apocalíptica clásica (Los Jubileos y Enok entre otros) fue preservada por copistas cristianos durante casi dos mil años.
Hay más pruebas: el Apocalipsis de Juan está elaborado a partir de evidentes fragmentos escritos en Qumrán. Coinciden perfectamente en tema y estilo, si bien están reinterpretados por la teología cristiana incipiente. Finalmente, en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas hay muchos ecos de estilos y contenidos apocalípticos.
Uno de los documentos qumranitas que llegó a manos proto-cristianas fue el que contaba la historia de Yehoshúa, y debió causar una fuerte impresión en los líderes proto-cristianos.
¿Quiénes eran estos líderes? Los que estaban al frente de las comunidades herederas de la religiosidad de los prosélitos que habían optado por no concluir su conversión al Judaísmo en las épocas previas a la guerra, y que ahora caminaban de manera autónoma, construyendo sus propios modos de incorporar la espiritualidad judía a su propia idiosincrasia religiosa forjada en el helenismo (culto o rudimentario).
Como ya vimos, había muchos grupos de esta índole, y los indicios nos sugieren que cada uno interpretó la historia de Yehoshúa como pudo.
  1. El nacimiento del Cristianismo
La diatriba fundamental entre estos grupos de ex-prosélitos del Judaísmo Helenista debió darse entre los de mejor formación filosófica, contra los más rudimentarios que conservaban un profundo arraigo de sus tradiciones religiosas helénicas.
Para unos, el vínculo entre D-os y el hombre se recuperaba por medio del conocimiento; para los otros, por medio de seres mitad humanos, mitad divinos.
¿Quién era este Yehoshúa, del que el texto decía que derrotaba “espíritus inmundos”, o que había sido llevado a la cruz, pero visto vivo días después?
La interpretación más fácil fue la de los ex-proselitos helenistas de menor nivel cultural: un semi-dios, la encarnación del Cristo del que habían escuchado a hablar a sus maestros, muchos de ellos alumnos -en su tiempo- del apóstol Pablo.
Pero los más versados en filosofía no lo pudieron asumir de ese modo tan rudimentario. Para ellos, el relato sobre Yehoshúa bien podía ser meramente simbólico, incluso una mera fantasía didáctica. Poco a poco, en el transcurso de las últimas tres décadas del siglo I se fueron definiendo las posturas que habrían de distanciar a lo que llamamos “Cristianismo Paulino” de lo que llamamos “Cristianismo Gnóstico”.
El impacto de este texto debió ser tal, que pronto hubo que conocer mejor los detalles de la vida de este Yehoshúa. Convencidos de que en Judea todavía deberían vivir ancianos que le hubieran conocido personalmente, o hijos que hubieran escuchado a sus padres hablar de tan portentoso personaje, muchos seguidores de este Cristo encarnado -llamémosles ya “cristianos”- debieron lanzarse a la tarea de recopilar todo lo que se preservara de él.
Al mismo tiempo, había que ir a todas las comunidades de ex-prosélitos del Judaísmo a compartirles acerca del Cristo hecho humano. Para ello, el texto qumranita se tuvo que traducir al griego y al arameo (y es probable que se hicieran varias traducciones a cada idioma), y dado el frecuente analfabetismo de la gente, quienes se dedicaron a proclamar su historia -al tiempo que recopilar nuevas anécdotas- debieron hacerlo en el mejor estilo de los rapsodas helénicos: de memoria.
Al llegar a Judea, Samaria y Galilea, debieron toparse con un panorama extraño: nadie recordaba a ese personaje (el Yehoshúa histórico, factiblemente, nunca salió del marco qumranita, por lo que no alcanzó a convertirse en una figura verdaderamente pública). ¿Un sabio maestro? Había muchos. ¿Un hacedor de milagros? Eran frecuentes. ¿Un exorcista ambulante? Los hubo tantos. ¿Se llamaba Yehoshúa? Era un nombre común.
Esta infructuosa labor debió convencer a los cultos filosófos de que, verdaderamente, el Yehoshúa de lo que ahora era identificado como “evangelio” sólo había sido un personaje simbólico.
Sin embargo, sus contrapartes creyentes en el Cristo de carne y hueso debieron reaccionar del modo contrario, con un optimismo exacerbado que les llevó a ampliar el relato sobre Yehoshúa incorporando muchas tradiciones orales del Judaísmo Rabínico, que por entonces también se transmitían de boca a boca, y que todavía tendrían que esperar un siglo para ser puestas por escrito en la Mishná, la primera parte del Talmud.
De ese modo, en el relato oral de los rapsodas sagrados del Cristianismo, Yehoshúa empezó a ser una inverosímil fusión de ideas fariseas con ideas qumranitas. Pero no hubo nadie que los corrigiera: los rabinos judíos estaban más avocados a reorganizarse como religión tras la pérdida del Santuario de Jerusalén, y los qumranitas habían dejado de existir. Así pues, el relato sobre Yehoshúa (junto con muchos otros textos apocalípticos) se convirtió en patrimonio único y exclusivo del incipiente Cristianismo.
  1. El Evangelio del Logos
Los helenistas cultos no se quedaron quietos. Como contraposición al “evangelio” de sus contrincantes paulinos, debieron recurrir a un texto elaborado en un ambiente muy parecido al de Alejandría, o incluso en esa ciudad. Era un elegante texto en donde la Torá era presentada de manera alegórica, con forma humana, discutiendo con cada grupo del Judaísmo de su tiempo, e identificada como El Logos.
Además, debió estar fuertemente impregnado de contenidos iniciáticos, redactados en el mejor estilo de las tradiciones mistéricas que por entonces tenían en el culto a Dionisios su mejor expresión, cuya idea esencial es que había dos niveles de conocimiento: el rudimentario y literal, y el elevado y simbólico.
En este texto, se enseñaba que la Torá era divina por si misma, que la Torá se había materializado para dejarnos ver su gloria, y que la Torá nos invitaba a buscar un nivel de conocimiento mayor. Es probable que muchos cristianos de tendencia paulina ya conocieran este libro. De cualquier modo, lo que terminaron por hacer fue reinterpretarlo: así como los filósofos habrían visto en el relato sobre Yehoshúa algo meramente simbólico, los creyentes en el Cristo de carne y hueso debieron ver en este evangelio del Logos otro relato sobre Yehoshúa, el único y verdadero Logos por encima de la Torá de los judíos. Poco a poco, en la proclamación oral de este otro texto -anexada a la del Evangelio de Qumrán-, el Logos fue finalmente identificado como Yehoshúa, y el relato se estructuró a partir de siete grandes señales o milagros, intercaladas con siete grandes discursos.
Esta caótica etapa de expansión de los relatos sobre Yehoshúa -se hubieran originado o no en él- duró, por lo menos, unos 70 años, y alrededor de las múltiples posibilidades de interpretarlos se fueron cocinando las tendencias más antiguas del Cristianismo.
Las más contrastantes y antagónicas fueron las que luego se definieron como “paulina” y “gnóstica”. La primera era la continuidad directa del ministerio de Saulo de Tarso, el líder judeo-helenista que, casi medio siglo atrás, había intentado crear una alternativa religiosa mediante la cual los gentiles prosélitos pudieran aprovechar lo mejor del Judaísmo, pero sin tener que convertirse a una religión que estaba a punto de entrar en guerra contra Roma. En el otro extremo, los gnósticos debieron ser la popularización de las posturas filosóficas más cultas en el medio proto-cristiano. Poco a poco, la perspectiva de que ese Yehoshúa sólo era un personaje simbólico se convirtió en la creencia de que había existido como “apariencia”, pero no como ser humano de carne y hueso.
En el punto intermedio, paulinos más cultos que el promedio y discípulos no tan instruidos de los proto-cristianos filosóficos debieron ser el inicio de lo que evolucionó como otra tendencia del Cristianismo, que luego pasó a ser definida como “joánica”.
Por su parte, aquellos que verdaderamente tenían una formación filosófica que no les permitía reducir las creencias en el Logos a un ser humano de carne y hueso, simplemente debieron mantenerse al margen del Cristianismo, o acaso jugaron el papel hermético que siempre estuvo presente en muchas religiones antiguas: un selecto grupo de “iniciados” que conocían el “verdadero significado” de todos estos libros, pero que sólo lo enseñaban a los que eran dignos y capaces de entenderlo.
  1. Marción de Sínope
Según podemos constatar en la evidencia documental, este panorama caótico pero relativamente amable se extendió más o menos hasta el año 140. Todavía en ese año, Papías de Hierápolis dejó testimonio de que la proclamación oral era la forma más común, e incluso autoritativa, para proclamar al que había sido Yehoshúa y ahora era conocido con el nombre griego Iesous.
En ese momento hizo su irrupción en el panorama un personaje tan complejo como un siglo atrás lo había sido Pablo: Marción de Sínope, brillante intelectual, genio comercial, estratega de primer nivel, creativo como ningún otro líder cristiano de su tiempo, pero con un terrible defecto a gusto de los demás paulinos: gnóstico.
Excomulgado de manera definitiva en el año 139, Marción era dueño de una flota comercial y, por ello, de una cuantiosa fortuna que no dudó en invertir en el primer proyecto misionero bien organizado en la historia del Cristianismo. De ese modo, las iglesias marcionitas fueron apareciendo por todos lados, y el Cristianismo Paulino pronto se vio en riesgo de sucumbir ante este empuje.
Había algo más, que ya mencionamos: Marción fue el primero en usar un “nuevo testamento” o “escritura sagrada cristiana”. Apoyado en estos libros (se supone que versiones mutiladas de diez epístolas de Pablo y el evangelio de Lucas), podía demostrar con estos documentos escritos que Iseous el Cristo no había sido una persona real.
Los líderes de la tradición paulina no tuvieron más remedio que combatir a Marción con la misma arma: la escritura. Pero, para ello, tuvieron que enfrentar el complejo proyecto de ponerle orden a todo su patrimonio que se proclamaba oralmente.
No fue una labor fácil. Prácticamente, se tardaron todo el resto del siglo II para ponerlo en orden, y apenas en el transcurso del siglo III fue que empezaron a derrotar al Marcionismo.
Entre los años 140 y 160, se puso orden a las epístolas de Pablo, que fueron editadas y agrupadas en una colección “correcta”. Del mismo modo, se debieron transcribir la mayoría de los relatos orales sobre el “evangelio”, para luego organizarlos en volúmenes coherentes.
No fue una tarea fácil: durante 70 años, el Evangelio de Qumrán y el Evangelio del Logos habían crecido, se habían revuelto, y es seguro que en diferentes lugares existiesen versiones más o menos parecidas, más o menos diferentes de estos textos, cada una identificada con alguno de los discípulos de Iesous. Después del caótico proceso de ampliación de ambos relatos, hay evidencia suficiente para sostener que vino un difícil proceso de edición del relato con el objetivo de eliminar los agregados espontáneos y recuperar el texto original. Gracias a eso, se lograron dos reconstrucciones notables por su precisión, aunque no precisamente idénticas a los documentos originales (es natural: aquellos copistas no tenían los recursos de los filólogos de hoy).
En el proceso de obtener estas dos versiones, otras más -puntos intermedios entre los relatos escritos originales y los relatos orales expandidos- también cobraron forma. De ese modo, quedó listo el panorama para que estos libros poco a poco fueran identificados como “los evangelios” (canónicos y no canónicos).
Es probable que si hubiera dependido de los copistas que llevaron este proyecto a su punto final, sólo se habrían conservado dos evangelios: las reconstrucciones del Evangelio de Qumrán y del Evangelio del Logos. Sin embargo, ya se había echado a andar también una idea muy sugestiva, según la cual los evangelios debían ser cuatro, como los puntos cardinales. Así que estas dos reconstrucciones fueron complementadas con otros dos “evangelios” en la tradición paulina, que no eran otra cosa sino puntos intermedios del proceso de depuración del texto de los Evangelios Qumranita y del Logos.
De ese modo, la reconstrucción del Evangelio Qumranita es la que hoy conocemos como Marcos; la del Evangelio del Logos, la que conocemos como Juan; y los puntos intermedios, plagados todavía de fragmentos añadidos en la caótica fase de proclamación oral y luego transcritos por los copistas cristianos, son los evangelios que conocemos como Mateo y Lucas.
Sólo de este modo podemos explicar varios detalles que han sido un enigma para los historiadores e historiógrafos del Cristianismo:
  1. El llamado “Problema Sinóptico” se deriva de las similitudes y diferencias, tanto redaccionales como estructurales, que encontramos en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Las teorías propuestas por los especialistas durante dos siglos y medio no han ofrecido una explicación satisfactoria. ¿Por qué? Porque todas cometen el error de dar por hecho que las características finales de estos tres evangelios son resultado de un proceso de acumulación de la información, siempre de manera escrita (es decir: se escribió un evangelio, y a partir de ese se acumuló información y se escribieron los otros dos; o bien, se escribió un proto-evangelio, y a partir de ese se acumulón información y luegos se escribieron los tres que conocemos; o bien, se escribieron varios libros, luego se acumuló más información y de las diferentes mezclas de las fuentes, surgieron los tres evangelios referidos). Siguiendo esa pauta, está claro que no se puede resolver el problema sinóptico. En cambio, si aceptamos que la información se acumuló no mediante un proceso escrito, sino mediante un proceso oral caótico, y luego aceptamos que el proceso escrito fue para depurar o editar esa información, podemos explicar sin ningún problema las similitudes y las diferencias que hay en estos tres evangelios.
  2. La palabra “evangelio” fue usada hasta el año 140 sólo para referirse a un contenido, nunca a un libro en específico. Repentinamente, apenas en el transcurso de 25 años, la palabra “evangelio” se convirtió en un tecnicismo para referirse a libros concretos, especialmente a los cuatro que tenemos en el Nuevo Testamento. La única forma de explicar razonablemente este cambio es aceptar que apenas en ese lapso (entre los años 140 y 165) se elaboraron los “evangelios”.
  3. Mucha información de los evangelios no tiene lógica evolutiva. Me refiero a que no sigue la pauta verificada de que la información o las ideas se van volviendo más complejas y no más simples. Voy a explicarlo con un ejemplo concreto: se supone que, hacia el año 30, Jesús pronunció sus célebres palabras en la Última Cena, mismas que se convirtieron en la fórmula litúrgica más importante del culto cristiano. Según la datación tradicional, el primero que las registró por escrito fue Pablo, hacia el año 54, en I Corintios. Luego, Marcos hacia el año 70, Mateo hacia el 80, y Lucas hacia el 85. Desconcertantemente, hacia el año 90 Juan las omitió por completo en su evangelio. Hacia el año 110, la Didajé -un texto didáctico anónimo elaborado entre los años 70 y 110- también las desconoce por completo. ¿Cómo es posible, si se supone que tenían cerca de 80 años de ser patrimonio litúrgico de los seguidores de Jesús? En cambio, asumiendo que en realidad el primer documento de los ya mencionados en llegar a su forma final fue la Didajé, podemos explicar por qué allí no aparece esta información, que luego va apareciendo en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, y en la epístola I Corintios (con lo que se confirma que también las cartas de Pablo fueron editadas para lograr su versión final apenas en estas épocas).
Como bien lo han señalado biblistas poco apreciados por los medios más tradicionalistas, el siglo II es el de la verdadera conformación del Cristianismo, incluyendo sus escritos sagrados (lo que luego vino a ser el Nuevo Testamento). Ciertamente, estos se basaron en textos escritos por judíos del siglo I (el Evangelio de Qumrán, por algún seguidor de Yehoshúa; el Evangelio del Logos, por algún judío helenista de un ambiente muy parecido al de Alejandría, aunque sin ninguna conexión con Yehoshúa; las epístolas paulinas, por un líder del Judaísmo Helenista más rudimentario), pero ninguno de estos textos originales ha llegado a nuestras manos. Lo que tenemos en el Nuevo Testamento es la completa adaptación de estos escritos a las necesidades del Cristianismo del siglo II, entre las cuales destaca la controversia contra Marción, detonante para que el Cristianismo Paulino se organizara tanto en su estructura, como en sus doctrinas. Por eso, la abrumadora mayoría de los contenidos del Nuevo Testamento están orientados a demostrar que Jesús fue un personaje real, de carne y hueso, y no a explicar la complejidad de controversias religiosas que debió gestarse poco antes de la guerra entre Judea y Roma. Este simple hecho, perfectamente evidente, demuestra que el Nuevo Testamento no se pudo escribir en los años previos, concomitantes e inmediatamente posteriores a la guerra (tal y como la postura tradicional pretende), sino entre medio siglo y un siglo después, cuando el principal problema del Cristianismo “tradicional” era la controversia con los gnósticos.
  1. La construcción de un mito
Toda religión requiere de la construcción de un mito. Esto fue lo que hizo el Cristianismo durante el siglo II, como parte del proceso de darle coherencia a todo su acervo narrativo.
A la hora que tuvieron que darle forma a su “biografía” espiritual, el Cristianismo reacomodó a todos los personajes involucrados en los relatos. De ese modo, Yehoshúa -originalmente un qumranita- pasó a ser el Iesous independiente y casi farisaico. Sus apóstoles, originalmente jerarcas de Qumrán, pasaron a ser confundidos con los líderes fariseos con los que seguramente Pablo tuvo discordancias, y que debieron ser más o menos recordados por la tradición conservada por los seguidores de Pablo y sus sucesores. Eso nos ayuda a explicar por qué muchas veces hay inconsistencias en las listas de nombres que el Nuevo Testamento nos ofrece, o porque algunos personajes tienen varios nombres (como Simón o Petros, Mateo o Levi, Tomás o Dídimo, Bartolomé o Natanael).
Estas diferencias son más marcadas si comparamos los nombres de los apóstoles en el Nuevo Testamento con los que nos ofrecen los autores cristianos del siglo II. Por ejemplo, la lista oficial está integrada por Pedro-Simón, Andrés, Juan, Jacobo, Mateo-Levi, Felipe, Tadeo, Simón el Celote, Jacobo el Menor, Tomás-Dídimo, Bartolomé-Natanael, y Judas Iscariote. Sin embargo, hacia el año 140 Papías de Hierápolis menciona a Andrés, Pedro, Felipe, Tomás, Jacobo, Juan, Mateo, Aristión y el Anciano o Presbítero Juan (evidentemente, diferente al primer Juan mencionado). Las diferencias no son muchas, pero sorprende que en el momento en que, según el propio Papías, todavía vivían los últimos de estos personajes, no haya ningún documento en donde se hable de manera precisa de los doce apóstoles mencionados por los Evangelios.
La reconstrucción mítica alcanzó también al apóstol Pablo, que tuvo que ser vinculado con Iesous de cualquier modo. Es probable que ya existiera un relato en donde Pablo habría recibido una visión del Cristo, pero en la versión final fue Iesous el Cristo quien se le apareció. Después de eso, hubo que agregar el nombre Iesous a casi todos los fragmentos en donde se conservaban las disertaciones de Pablo sobre el Cristo.
También hay pruebas claras de que los datos biográficos de Pablo ofrecidos por el Nuevo Testamento no son exactos, y están en las contradicciones insalvables que hay entre la información de Hechos de los Apóstoles (supuestamente elaborado por Lucas, discípulo directo de Pablo) y los pocos datos autobiográficos que Pablo da en Gálatas. Por ejemplo, mientras Gálatas dice que Pablo, después de “convertirse” al Cristo estuvo en Arabia, Hechos no menciona nada de eso. Y mientras Gálatas sólo menciona dos visitas de Pablo a Jerusalén hasta antes del Concilio con los demás apóstoles, Hechos dice que fueron tres. Finalmente, según Hechos en ese concilio Pablo debatió con todos los apóstoles y ancianos de la iglesia, mientras que según Gálatas apenas si intercambió algunas palabras con Pedro, Jacobo y Juan (de hecho, la idea de un concilio con debates y decisiones colegiadas se deriva de Hechos; Gálatas nunca nos crea esa impresión, sino que apenas refiere que Pablo se entrevistó con tres apóstoles).
Los problemas biográficos no se limitan a Pablo, sino también a Yehoshúa. Mateo nos da a entender claramente que su familia vivía en Belén, pero que después del intento de Herodes por matar al bebé, huyeron a Egipto, y sólo al regreso se establecieron en Nazaret. En cambio, Lucas da por sentado que la familia radicaba en Nazaret, y que tuvieron que trasladarse a Belén a causa de un censo. Una vez nacido el niño y presentado en el Templo, la familia regresó pacíficamente a Nazaret, sin ninguna alusión a una intempestiva y urgente huida a Egipto.
No hay vuelta de hoja: se tratan de relatos construidos a modo de mitos, no datos históricos exactos.
Toda esta perspectiva nos ayuda también a entender por qué el Nuevo Testamento contiene elementos propios de las mitologías solares y/o dionisiacas.
Muchos han querido explicar esta situación apelando a que los textos del Nuevo Testamento debieron ser alterados o manipulados por los jerarcas de la Iglesia Imperial, a partir del siglo IV, y que por ello se involucraron estos elementos netamente paganos. Sin embargo, los manuscritos recuperados del Nuevo Testamento y datados en los siglos II y III (antes de la transformación del Cristianismo en religión imperial) ya evidencian estos rasgos. En realidad, la evidencia documental demuestra que no hubo ninguna manipulación importante en el siglo IV.
Pero los componentes allí están: en Mateo, Iesous nace de una virgen y su lugar de nacimiento es señalado por una estrella del oriente que viene seguida por “magos”. Es un claro componente de mitos solares: el sol entra en su fase de “ocultamiento” a partir del equinoccio de otoño, cuando los días empiezan a ser más cortos que las noches, y esta fase concluye en el solsticio de invierno, cuando el sol y la Tierra han alcanzado su punto más distante y empiezan a acercarse otra vez. En los mitos solares, este momento es visto como el “nacimiento” del sol, por lo que el inicio de su fase de “ocultamiento” es visto como el “embarazo” o “concepción” del sol. Este embarazo ocurre durante el otoño, cuando el signo zodiacal regente es Virgo: la Virgen concebirá (sólo así se explica satisfactoriamente que el Cristianismo alterara arbitrariamente el texto de Isaías 7:14, que de ningún modo habla de una virgen).
Por su parte, el día del solsticio de invierno, justo antes del amanecer, en el hemisferio norte es muy claro que Sirio, la estrella más luminosa hacia el oriente, y las tres estrellas del Cinturón de Orión apuntan en línea casi recta hacia el punto por donde, instantes más tarde, aparecerá el sol en su “nacimiento”. Una estrella de oriente seguida por alguien, apuntando el lugar en donde ha nacido el dios sol (por eso, aunque a muchos les sorprenda, no fue un capricho de la tradición Católica decir que eran “tres reyes magos”; en realidad, se trata de un dato directamente obtenido de la lectura astrológica de este pasaje).
Estos elementos son parte de lo que suele llamarse “religiones mistéricas”, vinculadas especialmente a Dionisios, una deidad solar cuyo rasgo principal es su muerte y resurrección. Según una de las versiones del mito griego, Hera, celosa de Dionisios, mandó a que los Titanes lo mataran. Sobrevivió sólo su corazón, y a partir de él Zeús pudo resucitarlo.
Desde siglos antes del surgimiento del Cristianismo, estos elementos eran parte del patrimonio de los cultos mistéricos: los celos de Hera (Herodes, en el evangelio), la muerte del dios solar y su resurrección.
Dichos mitos tenían dos niveles de interpretación: el popular y el exlcusivo para los iniciados. En el popular, se hablaba simplemente de un dios que nace, muere y resucita. La gente menos capacitada para darle otra dimensión a esta información, se tomaba el relato en su sentido literal y así lo creía. En cambio, la explicación de los “misterios” era preservada por una élite que sólo admitía a aquellos que consideraba aptos para entender la dimensión espiritual y simbólica del mito.
Cuando una persona era seleccionada, se le hacía todo un rito de iniciación que iniciaba con un baño lustral de purificación, y que luego continuaba con una representación en la que se le hacía “morir” simbólicamente, para luego “resucitarlo”: había “nacido de nuevo”. A partir de ese punto, se le empezaba a instruir en los secretos encerrados en la simbología dionisiaca.
Estos elementos están claramente presentes en los relatos sobre Yehoshúa-Iesous. Inician con los claros indicios de que es una deidad solar (como lo del nacimiento virginal y la estrella de oriente que señala su lugar de nacimiento), continúan con el relato de su bautismo (donde no hay ninguna similitud conceptual con los baños rituales judíos, sino con los baños lustrales iniciáticos, algo claramente demostrable en el hecho de que los baños rituales judíos se practicaban con frecuencia, mientras que el bautismo de Jesús es presentado como una hecho único y especial) hasta el relato de su muerte y resurrección, nos confirman que el de Iesous es un relato dionisiaco.
Más aún: en el evangelio de Juan, Jesús le dice a Nicodemo que debe “nacer otra vez”. No tiene ningún secreto esta expresión: Jesús está invitando a Nicodemo a que se integre a una sociedad iniciática, como hoy lo pueden ser la Masonería o los Rosacruces.
¿De dónde surgieron todos estos elementos claramente ajenos al Judaísmo? Simple: de los grupos de ex-prosélitos educados en lo mejor de la cultura helénica, y muchos de ellos seguramente miembros de sociedades iniciáticas. En el momento en que la acumulación de información sobre Yehoshúa empezaba a salirse de control, ellos pudieron ser los responsables de que ciertos elementos simbólicos quedaran preservados en los relatos que luego se convertirían en los evangelios.
  1. Conclusiones preliminares
Obtener una reconstrucción coherente y verosímil del proceso mediante el cual gestó al Cristianismo, nos obliga reconsiderar el fenómeno desde una óptica poco tradicional.
Pero es lógico: a fin de cuentas, la tradición no tiene como objetivo desentrañar la verdad histórica, sino preservar el dogma de una religión (en sus distintas variantes).
La realidad es que la perspectiva tradicional del Cristianismo siempre se ha topado con incógnitas que no se pueden resolver. Por ejemplo:
a) Si Mateo, Marcos y Lucas se elaboraron casi al mismo tiempo, mientras todavía vivían muchos seguidores directos de Jesús, ¿por qué nos ofrecen similitudes y diferencias estructurales y redaccionales que ninguna hipótesis a conseguido explicar?
b) Peor aún: ¿por qué hay detalles en los que contradicen totalmente a Juan, que -se supone- también fue testigo presencial de los hechos junto con Mateo? La contradicción más escandalosa es la que tiene que ver con la Última Cena: Juan la ubica un día antes de la Pascua, y los otros tres evangelios la ubican en el primer día de la Pascua. Para Juan, la cena fue totalmente irrelevante, y lo único importante fue un extenso discurso de Jesús (el más extenso que registren los evangelios y, por si fuera poco, el más profundo en contenidos y acaso el más bello, literariamente hablando); en cambio, desconoce por completo la consagración del pan y el vino como símbolos del Nuevo Pacto. En contraparte, para Mateo, Marcos y Lucas este momento durante la cena es el punto central de todo, y no tienen ni idea sobre el imponente discurso de Jesús. Simplemente, la realidad es que los evangelios nos cuentan dos cenas diferentes e irreconciliables. El único modo para intentar solucionar esta evidente contradicción ha sido el pastiche, bajo el pretexto absurdo de que “los relatos son complementarios”.
c) ¿Por qué el Nuevo Testamento casi no le dedica tiempo a la guerra entre Judea y Roma? Se supone que los libros fueron escritos entre los años 54 y 95, un poco antes, durante e inmediatamente después de esta guerra, cuyas repercusiones sociales, culturales, espirituales y religiosas afectaron a todo el Judaísmo, incluyendo sus prosélitos (algunos de los cuales fueron los que iniciaron el Cristianismo). Por simple lógica de contexto, el tema de esta guerra debería estar subyacente en cada página del Nuevo Testamento.
d) En cambio, el tema subyacente suele ser la controversia gnóstica, un conflicto ideológico que apenas logró su madurez en el siglo II. Si conservamos la perspectiva tradicional de que el Nuevo Testamento ya estaba concluido en el año 95, entonces tenemos una pregunta imposible de contestar: ¿cómo pudo ser posible el surgimiento -e incluso el éxito- del gnosticismo, si en esa época todavía vivían los últimos testigos presenciales de la vida de Jesús? En ese caso, no hubiera sido tan difícil haber desprestigiado al gnosticismo desde sus primeros brotes.
e) Y ya mencionado el tema, también ha sido un enigma el origen del gnosticismo. Hacia el año 90 (cuando, según la tradición, esta herejía ya estaba bien establecida) no sólo vivían testigos presenciales de la vida de Jesús, sino incluso su propia parentela.
f) ¿Qué hacemos con el hecho innegable de que las epístolas de Pablo están escritas en un lenguaje que no puede ser el de una sola persona? Muchos han querido explicar que el propio Pablo pudo evolucionar en su uso del idioma griego, y que a ello se deberían las grandes diferencias que hay entre sus epístolas. Pero esto es imposible si tomamos en cuenta que la perspectiva tradicional es que estas epístolas se escribieron entre los años 54 y 62, apenas 8 en total. En ese caso, Pablo habría sido un delirante esquizoide profesional. La realidad es más simple: el griego de las epístolas de Pablo puede definirse como un “griego colectivo”, y se debe a que son textos que, desde sus versiones originales (de las que no tenemos copias) hasta las versiones definitivas (las que tenemos en el Nuevo Testamento), tardaron casi un siglo en ser elaborados.
  1. Proyecto Falsos Judíos, Falso Mesías
El proyecto Falsos Judíos, Falso Mesías ha surgido de la controversia que han generado los modernos grupos misioneros cristianos, tales como Judíos Mesiánicos, Jews for Jesus o Judíos Nazarenos (Netzritas o Natzratim), en su intento por presentarse como “la rama del Judaísmo que reconoce a Yehoshúa como el Mashiaj de Israel”, y en su intento paralelo por lograr conversos entre los verdaderos judíos.
El proyecto, naturalmente, refuta las pretensiones de estos misioneros. Pero también se enfoca a otro objetivo, más trascendental que el mero debate sobre por qué los judíos no podemos ni debemos -en tanto querramos mantener nuestra identidad judía espiritual- creer en Yehoshúa ni aceptar las pretensiones de estos grupos.
Esta controversia y debate siempre ha tenido como dinámica que estos misioneros nos quieren explicar “quién fue Yehoshúa”, y nosotros nos limitamos a rebatir explicando “qué es lo que no fue Yehoshúa”.
Sin embargo, hasta el momento, el Judaísmo no ha intentado construir una opinión propia, coherente con su historia, sobre quién pudo haber sido este personaje, y de qué manera se dio el proceso que lo convirtió en el Cristo de una nueva religión.
El proyecto Falsos Judíos, Falso Mesías pretente aportar una explicación que abarque estos puntos. De ese modo, en cada uno de sus ocho volúmenes, va analizando las evidencias documentales que tenemos para proponer una reconstrucción del complejo proceso que gestó al Cristianismo, mismo que ha sido resumido en este documento.
Los ocho volúmenes son los siguientes:
  1. Los Falsos Judíos (historia del movimiento Judeo-Mesiánico y sus derivaciones; análisis de sus principales doctrinas).
  2. Las Falsas Profecías (análisis y refutación de los principales argumentos del llamado Judaísmo Mesiánico para intentar convencernos de que Yehoshúa cumplió las “profecías mesiánicas” de la Biblia Hebrea).
  3. El Falso Maestro (análisis y refutación de la pretención de los Judíos Mesiánicos y, especialmente, Nazarenos, de que Pablo fue un verdadero observante de la Torá, y que se dedicó a enseñar la observancia estricta de la Torá, pero fue tergiversado por el Cristianismo; después del análisis, se revisan las fuentes documentales para proponer la reconstrucción de un perfil histórico verosímil del apóstol Pablo, tal como ha sido expuesto en este documento).
  4. La Falsa Escritura (análisis y refutación de los argumentos de los Judíos Mesiánicos y derivados, respecto a que el Nuevo Testamento es un documento verdaderamente judío; se analiza toda la evidencia documental que demuestra que su conformación vino apenas en el siglo II, tal y como se ha expuesto en este documento).
  5. La Falsa Restauración (análisis de las versiones del Nuevo Testamento supuestamente “restauradas” por líderes Mesiánicos y Nazarenos, en donde se evidencia el nulo rigor técnico con el que estos nuevos “iluminados” tuercen las escrituras cristianas para ajustarlas a sus creencias).
  6. El Falso Evangelio (análisis del proceso mediante el cual el texto originalmente escrito por un seguidor de Yehoshúa se convirtió en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas; se propone una solución al llamado Problema Sinóptico, y una aproximación al contenido original de este texto).
  7. El Falso Mesías (a partir de la recuperación del material más arcaico de los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, se explica por qué hay bases suficientes para considerar que el documento original debió elaborarse en Qumrán, y se ofrece una interpretación de sus rasgos generales; de este modo, se propone una reconstrucción del perfil histórico de Yehoshúa, perfectamente verosímil para el contexto político, social y religioso del Judaísmo del siglo I).
  8. La Falsa Nueva Alianza (se analiza el proceso de conformación del radicalismo Qumranita, su pretensión fallida de convertirse en el “Nuevo Israel”, y la forma en la que su patrimonio ideológico fue recuperado y reiniterpretado por el Cristianismo, lo que derivó en el surgimiento de una nueva religión en donde se mezclaron estos elementos judíos radicales, la religiosidad helénica, y los componentes mistéricos del culto a Dionisios).
El primer volumen aparecerá en noviembre de 2012, y la colección deberá estar completa a mediados de 2013. Inicialmente, estarán a la venta como libros virtuales descargables en archivo E-Pub o PDF, a un costo de $2.99 USD, en el portal de la Editorial Lulu (www.lulu.com).
En este mismo espacio se notificará cuando cada volumen esté listo para adquirirse.

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"Moshé recibió la Torá en Sinái. Y la transmitió a Iehoshúa, y Iehoshúa a los Zeqením, y los Zeqením a los Neviím, y los Neveiím la entregaron a los hombres de la Gran Asamblea" (Tratado Avot).